Luis Francisco Pérez: CORI MERCADÉ
Revista Lápiz. Núm. 172 pàgina 89
Empecemos con una convencida declaración de intenciones. La Obra de Cori Mercadé (Barcelona, 1968) se sitúa con respecto al propio presente en el cual ha sido creada (con el compromiso epocal, podríamos decir, que toda creación estética detenta casi una hipoteca y que, paradójicamente, es la causante de su visibilidad, o accesibilidad) como una alteración fenomenológica en un territorio dominado por la autoridad (o rigidez) normativa –desgraciadamente cada vez más plana y uniforme- de pantallas y proyectores. De esta forma, entonces, el trabajo de Cori Mercadé es conveniente situarlo en una suerte de paralelidad transversal, valga la aparente contradicción, con respecto a determinados sistemas de representación que controlan y distribuyen las cartas marcadas de gran parte de la iconografía que se practica y se exhibe en la actualidad, y que no tiene nada que ver con respecto a una convención espacio temporal en la medida que no es imagen retrovisora de ningún pretérito hundido en el tiempo, aunque muchos, atacados de pereza especulativa, así lo crean. De alguna manera, la obra de Mercadé podría perfectamente hacer suyas las tesis que Rosalind Krauss ilumina en su salvaje ensayo el inconsciente óptico, tal vez que aquello que la teórica norteamericana defiende es el derecho de toda obra a la ambivalencia de la mirada, a la obsesión repetitiva, al fetichismo y fidelidad de determinados tics pulsionales o pasionales, con respecto a la racionalidad visual dominada y controlada por un, mal que nos pese, consenso gregario en la destilación representacional de las imágenes.
Para la presente ocasión, la artista presenta dos temarios icónicos muy diferentes en una primera visión –luego veremos que no son tan diversos como pensábamos-. En sang i Caritat contemplamos 19 tondos en óleo sobre madera y metacrilato. En 18 de estas piezas se representa la figura de la madre con su hijo en brazos y cubiertas por un metacrilato rojo; en el tondo 19, de mayor tamaño, se abandona el metacrilato y aparecen tres figuras, en clara alusión a la tradición triangular de las Caridades. El otro trabajo consta de cuatro piezas de 300 x 40 cm cada una, y en ellas su atora ha ejercido una inteligente desviación (y eliminación) de la simbología clásica presente en las Virtus para ofrecernos rastros, vestigios, sombras, de la conocida objetualidad que servía como antídoto, en las Virtus, para hacer frente a los vicios y pasiones del ser humano. Esta serie lleva el título, bello hasta la indecencia, de Tempanillos de áreas de refuerzo.
¿La obra de Cori Mercadé es una obra inconsciente? Sí, hasta la extenuación, la fatiga y el abandono. Y lo es, que duda puede caber, por voluntad, rigor e inteligencia. Creada, a partir de una consideración fenomenológica de la inquietud y ambigüedad que existe en toda representación lingüísticamente reconocible (la maternidad de Sang i Caritat) o los rastros de vestidos abandonados en el suelo por las figuras que han huido de la escena, del lugar del crimen, en Tempanillos de áreas de refuerzo, en ambas series, decimos, encontramos un admirable estudio de la estructura específica de la percepción visual: y muy cercano, este estudio, a aquello que Lacan denominaba “el para mí de las representaciones” es decir, la experiencia fenomenológica de un objeto que, estando fuera del sujeto, fuera de su campo de influencia directa, y más allá de la saludable dependencia sentimental, también dicho objeto se hace suyo para el sujeto, a través de índices y pautas que le sirven como indicadores de su propia historia, de su propio devenir como sujeto de experiencia.
Toda obra voluntariamente dependiente de una consideración emocional (honestamente emocional, se entiende) de lo mostrado, es siempre una obra que se sitúa en el límite tanto de lo representado (en tanto que ofrenda), como de lo percibido (como ficción imposible, como mito traducido, o reajustado, a sí mismo; como narración heredada incluso). De ahí que la obra de Cori Mercadé la veamos y racionalicemos como el brillante ejercicio práctico de un desencuentro (es importante recalcarlo: desencuentro que se alimenta de su propio deseo para que así sea) entre la percepción, por una parte y la representación simbólica por medio de imágenes o signos, por otra. Entre ambos extremos existe una diferencia eidética insuperable. Diferencia que Cori Mercadé es la primera en ser consciente de ello. De ahí la honestidad a la que ya nos hemos referido. Pero si todo ello va en beneficio de una obra inteligente y compleja como ésta, lo es, además de por lo ya expresado, por la libertad con que se enfrenta a la reordenación de una simbología heredada en el tiempo y sedimentada por él. Queremos decir, y recurrimos para ello a una frase afortunada de Lyotard, “la matriz de toda la fantasía es, evidentemente, una forma”. En efecto, bien a través de una maternidad, bien a través de una Virtus, la obra de Cori Mercadé es, por encima de cualquier otra consideración, un brutal y hermoso ejercicio formal de fantasía especulativa.
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